Es martes a la hora en la que casi todos salen de trabajar. La plaza de la Iglesia de La Veracruz queda en pleno centro de Medellín, Colombia. Alrededor hay tanta gente como merece cualquier otro centro en América Latina. Cientos caminan entre tarantines de vendedores de frutas, tintos y chucherías. Una mujer grita por un parlante ofreciendo ropa íntima a precio de oportunidad. Se ve también a las que venden “el rato” de sexo.
La vieja iglesia –del siglo XVIII– está cercada por un pequeño muro de piedra y tiene una pequeña fuente que no funciona, aunque una indigente la usa como bañera: después de desnudarse, se lava con un tobito de agua y un trapo, a plena luz del día. Los niños que corretean a las palomas ni se inmutan. Tampoco las monjas que pasan cerca.
Las prostitutas están distribuidas estratégicamente: o comparten esquina con las que venden el minuto de celular a 200 pesos o se sientan junto al módulo de teléfonos públicos, o frente a los cubículos de baños portátiles. Algunas descansan en el muro que bordea la iglesia y otras –sensata religiosidad– están bajo el marco de la puerta.
No sé cómo “entrarle” a una puta. Se supone que todos entendemos a lo que vamos, pero nunca he sabido si existe un protocolo. Aquí hay para todos los gustos: negras, morenas, flacas, gordas, altas, viejas y travestis. Aunque difiero de los parámetros de la belleza que tiene Osmel Sousa, creo que los dos estaríamos de acuerdo en que no había ninguna bonita.
Luego de observar el movimiento, decido que la mejor táctica para acompañar mi inexperiencia es sentarme en la vieja fuente y esperar como un fotógrafo-carnada. Dejad que las putas vengan a mí. Menos de 15 minutos más tarde, allí está: tímida, sentadita a poca distancia. Sólo nos separa el silencio. Pero literalmente, porque no termina de abrir la boca ni para bostezar, y yo tampoco. Entonces se marcha. Al rato llegan otras dos. Y nada. Entiendo que así la cosa no va a funcionar. Hago contacto visual con una que está junto a los teléfonos públicos. Ella coquetea. Se contonea despacio para invitarme a que acorte los 20 metros que nos separan.
“También la moral es un asunto de tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás.” - Rosa Cabarcas
Memorias de mis putas tristes
Gabriel García Márquez